miércoles, 7 de julio de 2010

El conquistador



México de arcilla, los patriarcas conquistadores son predecibles entre la gente natural, pero ninguno puede escapar de la atmósfera de mis rituales, jamás me equivoco -pues soy un antiguo Dios-. El hombre, aquel aristócrata de barba muy abundante, cabello color de arena y los brazos de mamífero de estepa, hombre de manos grandes y fuertes, tés de colonizador. Era la figura perfeccionada de la imagen que clavaban los enemigos de faldas largas: el rey de occidente que la Coatlicue predijo, y que el imperio esperaba.

Un día él frente a mi templo pasmado quedó, yo Dios infantil de los de doble alma, mi fiebre era tal que no podía contenerme al observarlo desde la cúspide de mí templo. Exótico jaguar alvino sentado en a orillas del río, de piernas abiertas y dichosas, piernas cinceladas y pobladas de hierba dorada en la piedra del Papaloapan. Su postura me dejó contemplar semejante tesoroque celoso guardaba, era su ofrenda hacia mí y él me la mostraba, me la ofrecía en la forma más insinuante, un ramo de alcatraces en el altar de San Patricio.

Él estaba fuera de su investidura caballeresca, yo soberbio le muestro mí poder y lo sorprendo observandome como aquel valiente frente a la bestia. Los montes que protegen mi altar de joven Dios inmaculado. Se levantó de entre las aguas del río y de frente me llamó con sus manos y yo dudosamente me acerqué. Al llegar me dice con su voz fuerte de gendarme: ¡niño, eres tan bello, moreno! ¡moreno color de la hermosura! Me emocionó su canto, su rezar fue tal que no dude interceder por él ante Huitzilopochtli y me llevó a un rincón donde al llegar me tomó entre sus brazos y me besó apasionadamente, como el fanático que adora a su deidad, me desnudó, sacó mis ropas de Quetzal y me dejó en pelotas. Clavando sus ojos verdes en mi majestuoso altar, recién erigido. Su capricho dejó ver mi plumaje mas noble y radiante, él acariciaba con sus labios, una caricia como la del viento en la hierba verde de los maizales.

El conquistadr se desnudó frente a mí, insinuando el inicio del transe religioso, dejando ver un pecho de lobo, animal estepario, alicante desenfrenado de la ciudad de Madrid. Sus caderas violentas y un porte de guerrero trastabillaron mis pilares, cuando baje la mirada y observé su mano dándome a desear la fibra de su ofrenda, que era abundante, más valiosa que el oro del imperio Mexica. Un retaso en seda que me invitaba a cubrirme con su calor. Se arrodilló y acarició el plumaje negro azulado que cubre mí altar, estaba en éxtasis, amargo sabor, grande de corona católica, ancho y gateador. El nudo colgante, parte de su ofrenda, incitaban a una violación de los protocolos rituales, pero todo siguió como el soplido de un Dios.

Sus rezos y cantos católicos incoherentes, adoraciones, caricias labiales, suaves y deliciosas del reino de Isabel I de Castilla a una deidad india Mexica, era el gruñido de un lobo que reprimía aristócrata las expresiones mas eróticas de un hombre natural – ¡eso blanco arrodíllate! ¡Bebe el agua del rio de las mariposas!- de repente me levantó con sus brazos de hierro y me elevó hasta donde se sienta su Dios, mi altar desprotegido de frente a su ofrenda en hervor. Los demás dioses no podían ya protegerme y juguetones, indefenso me dejaron ante tal osadía, los adornos de mi altar se incendiaron con el fuego de su vela, estaba poseído. Era él, el creyente traidor y me triunfó, penetró de golpe mi altar de antiguo Dios. El culto mas violento, cálido y desgarrador que se puede experimentar, sus eclesiales campanas retocaban en las paredes de mi templo, hasta que se derramó líquidamente sobre mis torres de barro acanelado.

Él es ahora el mas grande adorador de mí templo, la ofrenda mas pura a un antiguo Dios como yo, un Dios afeminado que se entrega como lo que es, a su creyente adorador: el macho, el conquistador conquistado, el guía, el que traicionó su religión, adorando con desvarío mi imagen, el gran jodedor pecó de idolatría.

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