domingo, 20 de febrero de 2011

La señora Évora


Para hablar de esta historia voy a citar a un personaje que he tenido a bien conocer en todas sus abyecciones, se podría tratar de una mujer, pero tal denominación causaría un cierto descontento en ella y no es mi querer molestarla. Sin embargo podría ser un hombre, pero tampoco quiero reducirla a su mínima potencia. Sugiero esta narración para que conozcan su mundo, el nuestro y ustedes juzguen como les convenga.
Un día, habiendo abandonado mi hogar me dirigí a casa de un maricón famoso en toda la comarca por su degenere. Era un sujeto alto y “jamonudo”, de cabello oscuro recortado y de nariz afilada, de piel blanca. Tenía las cejas arqueadas, las cuales pronunciaba con suerte de alcurnia para dirigirse a los hombres que visitaban su hogar. Se llamaba Rigoberto Inés pero él se apodaba la Évora, sobrenombre que habiendo copiado de una famosa villana de telenovela, impuso en todos sus lares.
Cuando yo llegué hasta su presencia me quedé deslumbrado por su dominio y la forma en la que se presentaba y convivía entre tanto granuja. En esa casa, una casa un tanto lujosa y digo un tanto porque la misma mariquita imponía rígidas normas de vivencia las cuales eran acatadas por todas las que mamaban de sus tetas. Cuando llegué a la casa estaban presentes en la sala: la Évora, dos de sus pescadas y un grupo de diez jovencitos, muy coquetos y bañaditos, perfumaditos, todos compartían el mismo aroma a hierbas de olor. Los chiquillos quinceañeros no eran bien portados y eran obligados a mantener la reputación del lupanar, dominar su instinto callejero y acoger a las nuevas almas torcidas.
Se acercó hasta mí una mujer muy guapa, con un vestido rojo de popelina y de rostro carnavalesco. Me hiso una serie de preguntas y me pide que trabaje para ellas. Yo le reafirmo mis intensiones de hacerlo y me lleva sin escalas, abriéndome paso entre el grupo de cóconos hasta una de las mesas de la enorme sala de esa casa. Ahí estaba sentada la señora Évora, ya vestida como lo que es. La señora de largas pestañas de muñeca y manos toscas pero largas, como de pianista, me conduce a un lado de ella. Me observa el rostro y hace una mueca extraña de desagregado pero continua con su examen. Acarició mi cabello y se sacudió la mano. Posteriormente me obligó a desnudarme enfrente de todos, yo lo hice sin duda alguna y estando completamente en pelotas, me obligó a ponerme boca-arriba sobre la mesa. Abrió con dulzura el arco de mis piernas, muy jóvenes aun y palpó como si fuera una bolsa de huevos el escroto que cubría mis testículos. Se arrodilló frente a mi culo y huevos como percibiendo el aroma que despedía esa parte intermedia, “oh, el orín, qué maravilloso perfume”─decía entre susurros─. Pude ver en sus ojos sorpresa cuando asome un poco la cara para ver lo que me hacía, disfrutaba el perfume de mis partes intimas, libres de todo tacto ajeno y llamó a las dos “pescadas” que tenía como criadas para que presenciaran su ufano descubrimiento. Sentí helados dedos rosando el montecillo que se levantaba entre mi culo y mis huevitos de quinceañero. La señora Évora soltó una carcajada al percatarse del cosquilleo que me produjeron sus porfiados exámenes.
Habiendo terminado su tenaz análisis me aceptó en su empresa y me consideró muy a pesar de mi color de piel y la clase de la que emergía, asegurándome que el menú de la casa debía ser variado y flexible. Con su voz aflautada me ordenó posesionarme de una buena imagen y conducirme con seguridad a las orgias que sucedían en la casa ya entrada la noche.
Una de las “pescadas”, me condujo a una modesta habitación donde estaban tres chicos muy alegres, haciendo gala del carácter de ese estado. Cuando por fin entré, la mujer cerró la puerta. Los chicos se acercaron a mí tratando de establecer simpatía, me rodearon como solo las niñas de esa edad lo hacen. Sergio, Adán y Ernesto se presentaron, estaban en trusas. Dios, eran tan lindos y pequeños, delgados como un vara y de mirada tan dulce como la de un inocente. Sus axilas apenas se estaban poblando de delicada vellosidad y sus rostros frescos como el viento que nos abrazaba esa noche, introduciendo sus brazos por las altas ventanas de nuestra celda.
Los tres muchachos y yo compartimos unos minutos de charla, intercambiando datos de nuestro provenir: los orfanatos, la calle y los vicios fueron las constantes, pero no vallan a pensar que lo decían con dolor, más bien era un orgullo y este empleo que tenían ahora llenaba todas sus expectativas y los apetitos que un adolecente puede tener a los quince años.
Después de esa amena conversación, nos desnudamos frente a frente, bellos cuerpos empezando a madurar, esponjillas crespas entre sus piernas y ligeros pinceles como piernas, blanca piel, rosada intimidad, eran como unas muchachas, más que eso, eran uno pequeños dioses. Yo era moreno, de codos secos, de nariz de cotorra y de grueso cabello. Poseía una belleza particular, de esas que atraen por su misticismo, así prefería pensar.
Después de ducharnos los cuatro caballeritos nos pusimos la mejor ropa que teníamos y nos peinamos de la manera que creíamos más provocativa. La señora Évora decía que el aroma, el atrevimiento y la imaginación es lo más importante en un puto. Nosotros asumíamos ese papel con orgullo patriótico y honorable responsabilidad, por tal motivo aceptábamos el desecho de nuestra presencia al cumplir un año bajo la casa de nuestra amada alcahueta.
Dos de las “pescadas”, ósea dos de las criadas escoltas tenían prohibido hablarnos en femenino y mucho más prohibido tenían la presencia en los alborotos de nuestra señora, la gran jota. Cuando estás tomaban la seguridad y la confianza, comúnmente se les olvidaba esa notable diferencia, nosotros seguíamos siendo hombres muy a pesar de nuestras aficiones. Por lo tanto, la señora Évora mandaba tablear a las osadas prostitutas que se ponían a nuestro nivel. Después de todo por ellas solo pagaban lo necesario, lo justo y por nosotros pagaban como lujos. Decía la señora Évora que el putillo, así, en la edad pertinente era más preciado que una muchacha, porque la naturaleza habiendo puesto en nosotros el símbolo del placer hasta nuestra muerte, la privación de la procreación de criaturas y la belleza de ninguno de los géneros sería el misterio de toda una historia universal. Otra cosa resulta cuando nos convertimos en hombres y dejamos de ser deseo para los poseedores del capital ─eso decía la gordinflona celestina─.
Esas dos mujeres hacían dos filas de muchachos, ordenadas por estaturas de menor a mayor medida y nos conducían para que animáramos con bailes y demás lubricidades a los invitados a las barahúndas. Al llegar a la sala donde estaba el gran jotolón sentado entre sus invitados que en esta ocasión eran milicianos de todas las edades. La señora Évora nos observa con apruebo y comenzando a desnudarse al vernos tan simpáticos, entonó sus católicos cantos de adoración:
Vamos niños al sagrario qué Jesús llorando está,
Pero viendo tantos niños muy contento se pondrá.
Florecitas de los valles, vengan todas a exhalar,
vuestros más puros aromas al que es todo caridad.
Estrellitas de los cielos, bajen todas a dorar a
Jesús Sacramentado que sonríe en el altar.
Pajaritos de los bosques vengan todos a cantar que Jesús
está contento y nos quiere dar su paz.

Hiso en una pausa después de esta actuación, mientras los sardos con ligeras sonrisas de criminales esperaban el segundo acto con desesperación.
Me percate que en una de las dos filas había chamacos con vestidos y zapatillas, otros con bragas de niña y maquillajes deslumbrantes. Los de mi fila estábamos vestidos de varoncitos, pero poco nos duró el placer. La señora Évora cambiando su tono de voz armónica a imperantes gritos de cólera, nos ordenó en nombre de todas las putas que nos despojáramos de nuestras ropas de niños:
─Órale hijos de la tiznada, pónganse en pelotas culeros y muéstrense como Dios los trajo para que estos hijos de la chingada se los cojan como les dé la gana.
Yo me asusté al ver a ese enorme maricón dirigirse a nosotros con fuertes pasos, desnudo con el vientre desinflado nos arrancó uno a uno las ropas que poseíamos. Los militares carcajeados por tales vejaciones se tornaron rojos ante la violencia y se abalanzaron al grupo de “cóconillos” que templaban de horror. Las tres alcahuetas salieron como balas de la sala y así dio inicio la orgia de esa noche.
Cuerpos de hombres y niños tirados por todo el suelo y sobre los muebles, filas de “cochalones” embestían uno por uno a los chicos presentes. Los jovencillos travestidos habían arribado sucios a la orgia, sudados. Se les ordenó correr antes de la fiesta quince vueltas a la casa y defecar sin limpiarse el culo y el que se lo limpiaba, una de las mujeres criadas se percataba de dejar el anito cubierto de trocitos de papel higiénico. Éste manjar tenía a los machos completamente embrujados. Évora confirmaba sus teorías sobre las artes del cuerpo cuando observaba mientras follaba a uno que otro invitado. El joto se embriagaba de dicha al verlos llorar de felicidad mientras eran penetrados por una “vestida”.
Todos los niños teníamos éxito, estas fiestas eran privadas y costosas. Los eventos que sucedían en las orgias eran únicos y maravillosos, sin precio, eso decía yo entre las piernas de mis clientes, los de la verga bicolor ¿díganme ustedes si tiene precio ver a la señora disfrutar del orín de sus hijos y restregar su mierda sobre las “bolijudas” panzas de los milicianos? Mientras la atmosfera se abrumaba con fuertes alaridos, chillidos de dolor, lagrimas de dicha, gritos y blasfemias, la jota maravillosa arrojaba pedazos de caca como si fueran puños de confite.