domingo, 19 de diciembre de 2010

El corral de las cabras


Yo he crecido entre las mujeres del campo, entres sus disposiciones imperiales. Tal molde me ha proporcionado, hasta la fecha, el disfrute de mi esplendorosa depravación. El hecho de ser hijo del campo o de la ciudad puede parecer una idea sin importancia, idea a la que no hay que dar atención. Pero, yo opino lo contrario. La ciudad tiene sus problemas, el amontono de los cuerpos, obliga a crear planes de contingencia para calmar algún tipo de "hambre". En el campo las situaciones son naturales, nada forzadas y con las mejores atmosferas.
Voy a comenzar a platicarles una serie de eventos en los que fui afortunado espectador, en otras participe directo. Los hechos son simples a mi vista, no podría hablar por los que ahora están leyendo estos relatos míos. Tal circunstancia, queda lejana de mis intereses. Estas historias, resumidas en las siguientes páginas están alejadas del miedo y de la repugnancia, tan alejadas que tal vez no logremos contemplarlas aquí. Ideas ebllas, recuerdos adorables. Sí sucede lo contrario, será un regalo que ustedes me harán al no contenerse y obrar, cada quién interprete a sus ganas.
Desde muy niño, casi desde los seis anos me percaté de que había en mí un interés abrumador por contemplar a los perros acoplarse. Las niñas de mi edad, amigas mías, me comprendían a la perfección y me ayudaban a consumar mis fijaciones. Cuando las niñas jugaban en la calle recorrían con sus divertimentos todo el pueblo, correteando y tricotando con sus risas las calles nubladas. En los ranchos existe una cantidad considerable de perros callejeros, la reproducción de estas bestias es arbitraria, los eventos sexuales entre los perros eran comunes. Cuando una perra y un perro se acoplaban y eran divisados por mis amiguitas, ellas corrían hasta donde yo estaba para llevarme deprisa ante la presencia de los animales. Al llegar todos en bola, me detenía repentinamente desde cuatro metros antes, mis ojos se deslumbraban ante la pareja canina y sus chaperos. En una ocasión, mis amigas y yo nos divertíamos ante la presencia de dos bestias en su copula y diez perros más que olían el frenético coito. Ese hecho de la naturaleza, me deslumbró y sabía que esa escena marcaba mi vida. Ver con farragosa atención los ojos saltones de la perra que era cogida por un perrillo criollo, me turbaba demasiado. El perro con la lengua de fuera y un tanto babosa, jadeaba en cada embestida, la perra sin emitir ningún sonido me sugería un misterio que tenía que resolver. Mientras las demás niñas miraban con morbo disfrazado de simpatía y arrojaban piedritas hacia los perros, yo disfrutaba de una manera especial esas escenas, de tal forma que tenía que sentarme donde fuese para que mi erección no se notara, ya sentado en el suelo me recogía como en nudo, y miraba con delirio la lucha entre los perros por despegar sus genitales.
En la esquina de mi casa había un perro llamado “whisky”, un perro con apariencia de pastor alemán. Pero, con pelaje grueso y entre blanco y oscuro, muy corrientito. Era enorme, tan enorme que al verlo desde lo alto de la barda de mi casa, me hacia ideas como: “sí ese perro fuera hombre, sería apuesto, imponente”. Una mañana algo extraño sucedió con "whisky". Mientras yo observaba como ese perro cogía con “la paloma”, una perra flaca de ojos rojizos y de pelo blanco, me di cuenta de mi amor por el falo. El "whisky" le dio tan fuerte a la "paloma" que le dejó el cono desflorado. Los perros fornican sin medida, sin detenimientos, sin miedos y con valentía ─tales eran mis elucubraciones mientras la perra chillaba de dolor─. Mi admiración se convirtió en una intriga profunda cuando los días posteriores permaneció el pene de ese perro llamado "whisky", tan erecto, tan grosero e inminentemente incomodo. De alguna extraña manera, el pene del "whisky" jamás volvió a su estado de reposo y permanecía constantemente erecto, rojo, húmedo y apestoso. Yo miraba al animal con detenimiento cuando se acicalaba el instrumento, en ocasiones emitía unos chillidos que sugerían dolor. La perra "paloma", había muerto atropellada y el "whisky" fue víctima de la pudibunda alma del pueblo. Lo sacrificaron por su enorme pito.
Así al transcurrir los anos, ese placer por la sexualidad animal pasó de moda en mis intereses, ya me sentía “normal” al no tener la pájara dura cuando los niños hablaban del "whisky" o a la hora de molestar a dos perros en el acto.
Ya tenía ocho años y mi abuela cuidaba de mis hermanas y de mí. En la casa de mi abuela vivían: mi abuelo, mi abuela y mi tío Gofredo. Mi tío era un hombre joven, tenia veinticinco años y era apuesto, un albañil con cuerpo musculado, curtido por los kilos de concreto y las manos rasposas por la pala y el pico. Yo miraba a mi tío como se paseaba por la casa sin camisa, mostrando ese torso velludo y moreno de gran hombre. Mi tío en trusas se sentaba a la mesa para comer, le gustaba abrazarme, decía que era su sobrino consentido. Yo lo abrazaba con esmero, disfrutando de su aroma a sudor y la tibieza de su piel, me llenaba de besos porque me quería.
Mí tío Gofredo tenía la costumbre de dormir después de comer. Una tarde me invitó a que lo siguiera, yo lo hice con nerviosismo y cuando mi tío se recostó y concilio el sueno, yo abrí los ojos y me dispuse a desnudarlo. Le quité ese pantalón corto de mezclilla azul y acaricié con mis labios la trusa blanca medio orinada. Era un fuerte aroma, yo creo que sin ese perfume no me hubiera enamorado del pene. Tenía un cierto miedo y me detuve un momento a contemplar el bulto que se erigía sobre las bragas de Gofredo. El cuerpo boca arriba de mi tío se estremeció por alguna manera y pensé que me encontraría en flagrante acto, pero el sueno lo volvió a convencer y sin perder más tiempo le baje el culero con suavidad, descubriendo lentamente el grueso y crespo bello de su pelvis, hasta llegar a ver por primera vez el genital de un hombre maduro. Mis labios temblaron de deseo y sin escalas los pegue al húmedo glande, el instrumento estaba flácido pero aun y con eso era grande y de buen grosor, sus testículos ya había bajado, señal de su madurez y me enloquecí restregándolos sobre mi cara. Después de rendir culto a la que yo considero la mejor parte del hombre, me recosté sobre su cuerpo y puse mi cabeza sobre su pecho, así como lo había visto en las telenovelas y sentía su sudor y su aroma a hombre, yo estaba tan excitado y al sentir el lento despertar de mí tío, me aparte de un brinco y salí de la habitación sin demora.
Desde ese momento me propuse follar con mi tío, fue una promesa que me hice y que tenía que cumplir. Todas las tardes, cuando mi tío se duchaba para salir en busca de su novia, yo lo espiaba tras las cortinas que cubrían lo que mi abuela tenía como baño. Ahí lo observaba como enjabonaba todo su cuerpo y se enjuagaba con la manguera con la que dábamos de beber a los cerdos. Ver como mi tío limpiaba el glande de su pene era fenomenal, bajaba la piel hasta su límite y enjabonaba la cabeza de su cipote y como masturbándose lo limpiaba de arriba hacia abajo. Lo observé en la ducha unas cincuenta veces y siempre me contuve las ganas de saltar y pegármele para que me cogiera. Hasta que un día mi abuela tuvo que matar un chivo para llevarlo al pueblo cercano para venderlo, dejándome la tarde solo con mi tío Gofredo.
Mi tío me dio de comer y yo lo observaba fijamente como mandando un mensaje por la mirada, pero él jamás me atendía. Cuando llegó el momento de la esperada ducha, mi tío se desnudo en su cuarto, acción inusual, salió enredado en una toalla y cruzó el patío hasta el baño que estaba al lado del corral de los cerdos. Después de unos pocos minutos, escuche los golpes del agua contra su cuerpo y corrí valiente hasta el encuentro, me detuvo el miedo, lo ignore y abrí repentinamente la cortina hecha de pedazos de diferentes telas y mi tío se sorprendió al verme. Implique toda mi fuerza y me abalancé sobre su cadera hasta meter todo el pene sobre mi boca, mi tío no podía conmigo, trataba de quitarme de su cuerpo, pero yo me afiancé tan fuerte a su miembro y nalgas que no pudo. Como pudimos, salimos del baño hasta el corral de las cabras, ahí fue cuando de manera obligada y sin nada que hacer, me puso entre las cabras y yo imitando la postura de las bestias le mostré el culo, mi tío salivo la punta de su verga y la introdujo con cuidado por el canalillo, el ritmo de sus embestidas comenzó cadencioso y lento para después pasar a una ráfaga pélvica. Las "chivas" se incomodaron y comenzaron a caminar nerviosas entre el corral, mi tío estaba como poseído y con los ojos semiabiertos, estaba dándome duro y de forma inesperada me arrojó violento hasta el piso, yo caí sobre las bolitas de caca de las cabras y me senté de pronto, sucio y con el culo recién estrenado. Mi tío tomó un cabrito y lo acercó hasta su cadera, lo puso frente a él y lo penetró, lo embistió unos minutos, pronunció algunas majaderías y se estremeció por varios minutos más, el cabrito estimulado se orinó sobre los pies de mi tío quien estaba lleno de lodo hasta los tobillos. Cuando Gofredo terminó su fechoría, arrojó al animal lejos de él, tomó una piel de esos mismos animales y se limpió el puñal. Se acercó hacía mi con el rostro horrorizado, me levantó de entre la mierda y me abrazó a su pecho. Me pidió por la virgen que no dijera nada y yo lo obedecí enamorándome de él hasta la fecha.

domingo, 28 de noviembre de 2010

La gorda lombarda



Qué gorda es la Lombarda, María Lombarda es una mujer enorme parada al filo del ventanal, con los brazos abiertos como enormes alas de avión, un avión con tantos pasajeros, avión que se debate entre las turbulencias de los aires cálidos del mar. Lombarda no teme caer por el voladero, cierra sus ojos, respira hondo, extiende sus manos, aprieta sus ojos para venirse sin medidas.

Lombarda es una señorita de las de antes, sentadita en su silla giratoria en las oficinas del ministro. Contenta todas las mañanas, se prepara un café negro sin azúcar y desde la cocina del despacho del patrón, camina con una sonrisita. Contoneando su cuerpo con ligeros brincos al caminar, sus senos tiemblan como edificios a punto de colapsar. Por fin, cuando llegaba a su escritorio se daba media vuelta para sentarse, una vuelta más sentada en esa silla y levantando ligeras las piernas parecía una chiquilla en voladera.

─Sí, bueno, despacho del ministro Pereyra, buen día. Le atiende la señorita María Lombarda, en qué le puedo servir ─decía la gordinflona al teléfono con voz aflautada y torciendo la boca al terminar de saludar.

La jornada era larga, nada importante sucedía en esa oficina en la que por largos periodos, solo el aleteo de las moscas se lograba escuchar. También las respiraciones de las demás secretarias, una orquesta de suspiros. Pero, al salir de ese infértil lugar sucedía lo que a todo el mundo le interesa saber de las otras personas ¿Qué hay delante de sus pasos?

Lombarda era una mujer deliberada, hacia bromas de las que nadie se reía. Su risa falsa era estruendosa, gorda y fastidiosa, quién la puede aguantar.
Al llegar al edificio donde estaba su departamento expresaba un cierto penar, pues vivía sola la señorita. Lombarda tenía que subir hasta el cuarto piso para llegar a un largo pasillo donde al fondo de este se encontraba su hogar. Al entrar arrojaba las zapatillas golpeándolas con furia contra las paredes, se sacaba el sostén y lo arrojaba sobre los sillones que repletos de ropa, semejaban montanas de obra surrealista.
Todas las noches nuestra amiguita se daba su rutinaria ducha, tenía la costumbre o más bien la manía de dejar las cortinas abiertas de su habitación, unas cortinas decoradas con flores rosadas, largas telas como un telón para un bello espectáculo. Se desnudaba de forma lenta, como acariciando cada prenda de la cual se despojaba. Acomodaba las almohadas en fila en el centro de la cama, se imaginaba el cuerpo desnudo de un hombre fuerte y apuesto que esperándola como solo un hombre de verdad espera a una mujer para joderla. La mujer se ruborizaba de pensar semejante escena.
Estando desnuda, la Lombarda se acercaba como una gata a la cama con los senos colgados, coronados con un oscuro pezón que respingados delataban su estado demencial. Estando como una bestia sobre la cama abría sus piernas, se colocaba sobre las almohadas y brincaba una y otra vez con fuerza aplastando con sus nalgas las blancas almohadas de su lecho. Ha, creyendo que era un hombre.
Después de esta operación la gorda se fastidiaba, no se corría. Se levantaba un tanto melancólica, con los ojos húmedos sentada frente a la ventana, perdía su mirada entre los edificios contiguos. La luz de la luna lograba entrar a la habitación, iluminaba su cuerpo atiburrado de lípidos y un sentimiento de vacío que la abrazaba. Lombarda era un romántica. Pero, una pulsión entusiasta le hiso ponerse de pie. Dando un brinco con una sonrisa se incorporó, tomaba su bata y se envolvía con ella directo al cuarto de baño. Oh, pero antes ponía jazz en la oscuridad. De sus tiliches un disco de Dizzie Gellispie sacó y mirándolo como si este fuera un gran tesoro, puso dicho objeto en el reproductor dispuesta a ducharse e irse a dormir.
Se quitaba la bata una vez más, desnuda con el pubis despeinado, se rascaba las nalgas, tomaba un trozo de papel higiénico y se limpiaba prodigiosamente el culo, escupía el papel con el que efectuaba esta operación y volvía a repetirla con más atención. De forma posterior, tomaba un poco de crema de coco entre sus dedos y se lubricaba gozosa el culito y como tenía las unas largas se limitaba a inmolarse por ese orificio, aunque ese deseo reinaba triunfante en sus delirios. Después de su limpieza anal, chascaba la boca como señal de intriga y llenaba un bacín con agua. Ponía el recipiente sobre la tapadera de peluche rojo del escusado y colocándose abierta de piernas sobre el bacín, su cuerpo se estremecía por terror al agua. Se mojaba con golpeteos. El jabón de magnifica espuma hacia los bordes de su vagina, dichosa y coquetona. Con sus dedos tallaba y tallaba logrando una espuma consistente, rosada espuma de sensaciones. Mientras Lombarda se deleitaba con su ducha intima, tarareaba "Europa" que se escuchaba de fondo. Cuando tenía el chocho bien limpio, seguía con sus axilas que lavaba con la misma agua en la que humedeció su vagina. Mojaba sus axilas con escándalo, salpicando agua por aquí y por allá, enjabonándose y enjuagándose quedaba lista para ir a la cama. Este ritual duraba dos horas, después terminaba fastidiada y con la promesa de ducharse con más rapidez y de cuerpo completo, pero esa promesa no se cumplía.
Sin importarle sus falsas promesas, nuestra bañista orgullosa de sentirse limpia y con las manazas caídas se contoneaba una y otra vez bailando por toda la habitación alrededor de la cama. "Europa" seguía sonando. Pero, entre sus giros dancísticos se percató de un sentimiento de acoso. Siguió bailando con su bata de dormir que era roja y emplumada. Lombarda al acercarse un poco a al enorme ventanal junto a su cama, se percató de unos ojos acusantes. Había un mirón en el edificio contiguo. Solo se lograba ver de este criminal su silueta impositiva muy cerca de la ventana, no se movía. Lombarda sintió miedo, un miedo sorpresivo y su primer instinto le obligó a cerrar de forma repentina las cortinas de su ventana. Un momento de suspenso y "Europa" sonaba.
Como si el segundo acto hubiera terminado y el tercero comenzado, la gorda abrió una vez más esa esplendida cortina rosada, no dejó espacio libre de exhibición. Se paró firme en el centro del ventanal como retando a la figura masculina que se erigía en el edificio de en frente. Lombarda lenta y cadenciosa subió las manos hasta su cintura, desabrochando su ligera bata, la abrió violenta mostrando su frente desnudo. Las enormes tetas se movieron vertiginosas y su abultado vientre temblaba de nervios y deseo. La mujer al verse en ese estado se golpeaba de extraña manera sus muslos celulíticos, como señal de posesión lengüeteaba como demonia. Por fin dejó caer esa bata rojiza y pelucona, se dio la media vuelta para mostrar su espalda y trasero. Se inclinó y con sus manos hábiles abría y cerraba con fuerza sus enormes nalgas de elefante, su espalda de gorila se exponía en su esplendor. María Lombarda era un monstruo enorme, gorda como una cerda y de voraces apetitos sensuales.
La situación comenzó a aligerarse, logrando una confianza criminal en la gorda que en pelotas descaraba sus vacios, su ser vacio, soledad incomprendida. Rápido tuvo que idear otro divertimento para la sombra varonil que tenía como espectadora. Acercó una silla, la puso frente al ventanal, abrió los cristales de las ventanas y dejó entrar el aire frio de la noche. Como pudo, Lombarda subió sus pesadas piernas hasta el barandal del balcón, abrió el compas lo más que pudo para dejar pasar la libidinosa mirada de su espectador. Mostraba descarada el esplendor de su vagina. Seguido de este espectáculo, la mujer introdujo dos de sus dedos al orificio y después los chupaba con disvarío, metía su otra mano a la vagina mientras la otra era presa de su lengua. Así duró un tiempo; pero, el éxtasis no se hiso prolongar. Su cuerpo tembló por tal disparate. Parecia estallar en cientos de pedazos, gritaba como un cerdo directo al matadero, la operación que efectuaba con sus manos se volvió más incesante, cada vez más rápida hasta que las patas de la silla cedieron, entorpeciendo la masturbación de la exhibicionista. Tan fuerte azotó contra el piso en el preciso instante del orgasmo.
Cuando se reincorporó a la escena se percató de que su espectador se había retirado de su ventana. Triste una vez más, sola y su gordura. Limpió todo el desorden que había provocado con sus actos descarados y se introdujo en la cama para dormir.
Al día siguiente llegó a su rutinario trabajo de oficina, en el despacho del ministro. El ministro le ordenó a Lombarda que llevara su presencia hasta él. La mujer hecha un nervio se dirigió hacia la oficina del ministro; pero, antes se retocó los labios de rojo carmesí. Caminó apresurada con su libreta secretarial y su lápiz sobre la oreja. Al llegar a la oficina Lombarda abrió la puerta, asomó la cabeza y le mostró su mejor cara al ministro Pereyra y este, preso de un inveterado impulso erótico, le dijo a la mujer:
─Entra mujer, anda entra.
La mujer lo obedeció con la mejor disposición. Acomodó su falda de línea como muestra de su nerviosismo, se acercó como se le ordenó colocándose frente al sujeto.
─Bájate la falda─ el ministro insistió cambiando su dulce voz por una voz imperante y violenta.
─Perdón señor no entiendo lo que me dice─ respondió nuestra amiga develando su inseguridad.
─Acaso eres una tonta mujer, anda desnuda esa vagina.
La gorda obedeció con timidez, su rostro delataba su falso pudor. Bajó su falda de línea, sus medias y después sus enormes pantaletas. Desnuda y con las lágrimas casi brotándole de los ojos, se tapo el chocho.
─Siéntate en esa silla y mastúrbate, hazlo ahora putilla ─Le ordenó con gritos el ministro Pereyra.
La mujer con rostro abnegado hiso lo que se le ordenó, se masturbó ligeramente levantando sus piernas y poniendo en todo lo alto sus taconcillos.
─Qué pongas más empeño maldita zorra─ el ministro colérico se levantó de su lugar dirigiéndose a grandes pasos hacia su víctima.
La mujer se empeñó más en su empresa y cuando sintió correrse, el ministro pateo con todas sus fuerzas las patas de la silla precipitando a la gorda al suelo. La mujer tirada con el “burrito” maltratado, miró con dulzura los ojos del verdugo. Se levantó lenta y rosando con sus manos la bragueta de su fisgón, respiró como una perra para besar al ministro en los labios.

miércoles, 7 de julio de 2010

El conquistador



México de arcilla, los patriarcas conquistadores son predecibles entre la gente natural, pero ninguno puede escapar de la atmósfera de mis rituales, jamás me equivoco -pues soy un antiguo Dios-. El hombre, aquel aristócrata de barba muy abundante, cabello color de arena y los brazos de mamífero de estepa, hombre de manos grandes y fuertes, tés de colonizador. Era la figura perfeccionada de la imagen que clavaban los enemigos de faldas largas: el rey de occidente que la Coatlicue predijo, y que el imperio esperaba.

Un día él frente a mi templo pasmado quedó, yo Dios infantil de los de doble alma, mi fiebre era tal que no podía contenerme al observarlo desde la cúspide de mí templo. Exótico jaguar alvino sentado en a orillas del río, de piernas abiertas y dichosas, piernas cinceladas y pobladas de hierba dorada en la piedra del Papaloapan. Su postura me dejó contemplar semejante tesoroque celoso guardaba, era su ofrenda hacia mí y él me la mostraba, me la ofrecía en la forma más insinuante, un ramo de alcatraces en el altar de San Patricio.

Él estaba fuera de su investidura caballeresca, yo soberbio le muestro mí poder y lo sorprendo observandome como aquel valiente frente a la bestia. Los montes que protegen mi altar de joven Dios inmaculado. Se levantó de entre las aguas del río y de frente me llamó con sus manos y yo dudosamente me acerqué. Al llegar me dice con su voz fuerte de gendarme: ¡niño, eres tan bello, moreno! ¡moreno color de la hermosura! Me emocionó su canto, su rezar fue tal que no dude interceder por él ante Huitzilopochtli y me llevó a un rincón donde al llegar me tomó entre sus brazos y me besó apasionadamente, como el fanático que adora a su deidad, me desnudó, sacó mis ropas de Quetzal y me dejó en pelotas. Clavando sus ojos verdes en mi majestuoso altar, recién erigido. Su capricho dejó ver mi plumaje mas noble y radiante, él acariciaba con sus labios, una caricia como la del viento en la hierba verde de los maizales.

El conquistadr se desnudó frente a mí, insinuando el inicio del transe religioso, dejando ver un pecho de lobo, animal estepario, alicante desenfrenado de la ciudad de Madrid. Sus caderas violentas y un porte de guerrero trastabillaron mis pilares, cuando baje la mirada y observé su mano dándome a desear la fibra de su ofrenda, que era abundante, más valiosa que el oro del imperio Mexica. Un retaso en seda que me invitaba a cubrirme con su calor. Se arrodilló y acarició el plumaje negro azulado que cubre mí altar, estaba en éxtasis, amargo sabor, grande de corona católica, ancho y gateador. El nudo colgante, parte de su ofrenda, incitaban a una violación de los protocolos rituales, pero todo siguió como el soplido de un Dios.

Sus rezos y cantos católicos incoherentes, adoraciones, caricias labiales, suaves y deliciosas del reino de Isabel I de Castilla a una deidad india Mexica, era el gruñido de un lobo que reprimía aristócrata las expresiones mas eróticas de un hombre natural – ¡eso blanco arrodíllate! ¡Bebe el agua del rio de las mariposas!- de repente me levantó con sus brazos de hierro y me elevó hasta donde se sienta su Dios, mi altar desprotegido de frente a su ofrenda en hervor. Los demás dioses no podían ya protegerme y juguetones, indefenso me dejaron ante tal osadía, los adornos de mi altar se incendiaron con el fuego de su vela, estaba poseído. Era él, el creyente traidor y me triunfó, penetró de golpe mi altar de antiguo Dios. El culto mas violento, cálido y desgarrador que se puede experimentar, sus eclesiales campanas retocaban en las paredes de mi templo, hasta que se derramó líquidamente sobre mis torres de barro acanelado.

Él es ahora el mas grande adorador de mí templo, la ofrenda mas pura a un antiguo Dios como yo, un Dios afeminado que se entrega como lo que es, a su creyente adorador: el macho, el conquistador conquistado, el guía, el que traicionó su religión, adorando con desvarío mi imagen, el gran jodedor pecó de idolatría.